1 de octubre de 2011

Uno, dos, tres, cuatro, (cinco), (seis), (siete), (ocho).

Por fin se ha cerrado la puerta. Por fin se han ido. He estado deseando mucho rato quedarme sola.

Me levanto de la silla y empiezo a dar vueltas por la casa, sin pensar en nada en concreto. Me muerdo las uñas. Mi corazón se queja latiendo ferozmente. Un martillo golpea mi cabeza insistentemente. Que ya lo sé, que no me olvido de qué día es hoy.

Y poniendo esa lista de reproducción me doy cuenta de que las cosas no son tan fáciles de superar. He tenido una semana más llevadera, he conseguido dormirme antes, no me he puesto esas canciones de camino a casa, no he entrado en la carpeta maldita y ni siquiera he echado un vistazo al corcho.

Pero no significa que días como éste vengan y se vayan de forma normal. Todavía no. Y sé que ya va siendo hora, pero soy incapaz. Llámalo X, pero esto es más de lo que puedo soportar.

Voy a la habitación. Miro el corcho. Sonrío al recordar lo feliz que era cuando me enseñaba esa carta hasta que nos vimos y me la dio. ¿Pero por qué? ¿Por qué dejé que todo se fuera a la mierda si era lo único que me podía hacer completamente feliz? Parece mentira que a estas alturas siga buscando respuestas a estos teoremas tan abstractos. Debería haberlo dejado por imposible, pero en fin, la fuerza de voluntad no es algo que me caracterice.

Giro la cabeza y miro la estantería. Y se me enciende la bombilla.
Están las velas de mis 18 años apoyadas en unos libros. Las cojo y voy a la cocina. La cerilla tiembla - más de lo normal - cuando la cojo y la enciendo. El fuego aparece, con fuerza, y me incita a quemar todo aquello que tiene relación con aquello que ya no me deja vivir tranquila. Pues no, no lo hago. Al contrario. Cojo la vela del 8 con la otra mano, que también tiembla y mientras la enciendo, se me cae una lágrima; el indicio, ya que con esa lágrima podría haber apagado la cerilla y dejar de torturarme. Pero no es mi estilo, lo siento en el alma.

Apago la cerilla soplando levemente y pongo el ocho encendido delante de mis ojos. Y mi mente viaja.
Subiendo la cuesta como una desesperada mientras la mochila y todo su contenido bota. Cuando por fin llego al final de la calle, me tomo diez segundos para respirar hondo. Meto la mano en la mochila y hurgo entre el lío de papeles que hay dentro. Maldigo mi desorden natural y rezo para que no se haya chafado. Pues estoy de suerte. Saco el muffin de chocolate y me apresuro a ponerle la vela. Tardo mi buen rato en encender el mechero y cuando lo consigo, pico al timbre. Las perras ladran. Los nervios me matan. Por las ganas de ver su reacción. Oigo cómo su madre le ordena que vaya a abrir la puerta y él refunfuña (Claro, ella lo sabe, él no). A los pocos segundos oigo el cerrojo y el chirrido de la puerta abriéndose. Y ahí aparece, con sus pantalones blancos, su camiseta negra, su pelo ya más largo recogido en una coleta y la barba sin afeitar. Y después viene su mirada emocionada y esa gran sonrisa que me vuelve loca. 
- Eres increíble.
Lo dirá porque he salido del gimnasio corriendo para pillar un tren y un autobús para quedarme ahí plantada. Pero la ocasión lo merece, y mucho... Le tiendo el muffin y soplamos la vela a la vez. Quiere darme un beso pero antes consigo decir...

- Felicidades por estos ocho meses, y gracias por todo. 
Pero sólo veo la pared de la cocina. A nadie más. Se me corta la respiración, Soplo la vela y la dejo caer. Se parte en trozos. Mira, ahora ya está empatada con mi corazón. 

Cojo un vaso y lo lleno de algo. Me atrevo a mirarme al espejo.
- Por las ilusiones rotas que me ayudan a crecer como persona.
Pero el espejo me devuelve una mirada fría. Eso no te lo crees ni tú. Un brindis por las ilusiones que seguirán estando ahí y que nunca más se van a cumplir.

1 comentario:

  1. (un texto estupendo: triste, mágico, desesperanzador):

    Aunque a mí me gusta decir que las ilusiones más que incumplidas, quedan inconclusas (nunca se sabe, ¿no?)

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