9 de octubre de 2011

Espera, espera.

Menuda liberación. 


Cama, cuánto te he echado de menos. Dejo el bolso tirado por el suelo, me descalzo mientras los párpados me pesan, me estreso con la cremallera del vestido y apago la luz. Todavía tengo la música viajando por mi cabeza, pero el sueño es más fuerte y me duermo inmediatamente. Con una débil sonrisa en la cara.


Siete horas después ya estoy en pie. Con unos pelos que desafían la ley de la gravedad, las piernas llenas de moratones, unas ojeras que pueden parecen bolsas de la compra, una uña del pie rodeada por un charco de sangre seca y amenazando con infectarse ante mi ignorancia... Vamos, lo de siempre. 


Pero hay algo que me sorprende. Espera, espera. Me quedo parada en medio del pasillo. Ensordezco los gritos de mi madre por un momento y respiro profundamente. Lleno los pulmones de aire fácilmente. Joder... es como si me hubieran quitado un tapón. Me abruma poder respirar con tanta tranquilidad. Espera, espera... me pongo la mano en el corazón. Pulsaciones correctas. Me mareo y todo; hacía mucho que mi corazón no iba tan lento - ya, debería ser su pulsación normal, pero a mí me parece lenta, qué le vamos a hacer. ¿Se puede saber qué ha pasado?


Intento recordar lo que pasó la noche anterior. Enarco las cejas, como si así estrujara a mi cerebro y le ayudara. Ah, sí... Bueno, hay cosas que no quiero volver a sacar de mi mente por la vergüenza terrible que volvería a pasar si las sacara a la luz (alcohol, ¿por qué me haces tal vulnerable?) y, desde luego, no miraría a según qué gente a la cara. 


No. Voy a quedarme con un sólo recuerdo. El que me acompañó durante toda la noche. Sonrío. Vaya, esto no me lo esperaba. No estuvo nada mal... Esta vez la voz de mi madre es más fuerte y me mete prisa para vestirme e intentar ganar la batalla contra mi pelo. Desconecto y vuelvo a la vida normal.


Nueve horas después me encuentro en casa, delante de una pantalla de ordenador, mirando a la nada, recordando el tacto de... basta. Quizá debería irme a la cama. Miro la hora. 23:21. No es tan tarde...


Espera, espera. Tengo la sensación de que dos cables se acaban de conectar en mi cerebro. Desvío un poco la mirada y miro qué día es.
8 de octubre.
8. Un número que me quiere sonar de algo. Y una imagen viene a mí. Visualizo un banco, visualizo a dos personas cuyas lágrimas se confunden con la lluvia. Y vuelvo a sentir cómo me pinchan el corazón con tres agujas. Parece mentira que haya pasado cuatro meses y el recuerdo siga tan intacto.


Pero hay algo que me sorprende. Sí, me duele. Pero no tanto. No sé, parece que algo bueno lo compensa. Por no decir que antes miraba el calendario como una loca para ver las 00:00 del día 8 y ponerme a llorar. Esta vez no. Estaba demasiado ajetreada volviendo a nacer, volviendo a vivir, volviendo a ser feliz, aunque fuera durante unos instantes, aunque alguien me tuviera que dar un pequeño empujoncito para ver que todavía valgo la pena para alguien (como si es sólo por pasar el rato, qué más da, eso quiere decir que existo para los demás y ven algo en mí), aunque sola no pueda superarlo.


Pues sí. En toda la noche anterior no me acordé de él. Lo nunca visto. Siempre que me he emborrachado, he pasado por la etapa del subidón máximo y, por consiguiente, el bajón máximo, donde he sido capaz de decir verdaderas burradas y el teléfono móvil ha tenido que estar lejos de mis manos o de pies, ya fuera por escribir alguna frase que no ayudaría a nadie por romperlo a pisotones y borrar cualquier cosa que demostrara que realmente pasó. No. Anoche no fue así. Y viene una imagen más reciente a mi cabeza. Y recuerdo las primeras dudas, la inquietud, pero en ningún momento pensé Frena, lo estás haciendo por despecho. Simplemente lo hice porque me apetecía, para sentirme mejor conmigo misma, para hacerme ver que hay épocas para todo y ya va siendo hora de que empiece la etapa de la búsqueda de la felicidad y la estabilidad. Que las lágrimas no sirven para nada, y que la persona a la que se las dedico no se acordará ni de mi existencia, que ya va siendo hora de reemplazarlo y buscar algo que valga más la pena.


Con todos pensamientos positivos (me duele la cabeza por esta intrusión de confianza sin permiso) me levanto. Incluso no oigo a mis padres discutir. Vaya por dios, o te ataca todo lo bueno de golpe o al revés. Me meto en el lavabo. Suspiro. Y hago lo que no me he atrevido a hacer en muchos días: mirarme al espejo con otros ojos. Vale, tengo un aspecto físico horrible, pero intento ir más allá. Veo nacer una chispa. Sólo hay que procurar no apagarla. Y aparece un brillo en mis ojos que me quiere sonar, pero tampoco sé de qué. Supongo que hace tiempo lo tenía de forma permanente. También se curvan mis labios, formando una pequeña sonrisa. Uf. Qué alivio.


Sé que todo este orgullo sólo lo voy a experimentar durante un día, dos, quizá cuatro a lo sumo. ¿Y qué? Voy a disfrutarlo. Llevo como veinte batallas y acabo de ganar una, cuando menos creía que iba a resurgir y vengarme. Todavía puedo ganar una guerra que tiene pinta de estar bastante perdida, pero me queda un poco de munición. Voy a aprovecharla hasta que la impotencia vuelva a inundarme y a anular cualquier cosa que implique la superación.


Fíjate, son las doce de la noche y parece que sale el Sol. Seguro que tarda poco en desaparecer, pero hasta que llegue ese momento... voy a ponerme morena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario